Estoy convencido de que mucha gente NO. Estamos en un momento histórico donde cada vez cobra mayor importancia lo que tiene que ver con lo mental y psicológico. Dentro de esta tendencia, los adeptos a priorizar sobre "el sentirse bien", también van sumando en número. La psicología de las emociones está cada vez más presente en nuestras vidas, en la cotidianeidad.  Llegados a un punto y a una edad valoramos más los ratos de tranquilidad y bienestar que lo material. Pero todavía estamos en proceso y tenemos mucho que mejorar y evolucionar en este menester.

¿Qué es, por qué ocurre y cómo superarlo? Son tres de las interrogantes que vamos a intentar resolver en el artículo presente. En primer lugar, decir que es el típico fenómeno que nos acompaña desde hace décadas, pero es ahora cuando conocemos algo más de el, hasta el punto de etiquetarlo como síndrome o conjunto de síntomas referidos a una patología. Tanto es así que puede durar hasta meses, en los que la persona afectada se muestra incapaz de retornar a su puesto de trabajo. Las personas vulnerables, con baja tolerancia a la frustración y que disfrutan de largas vacaciones, son las más propensas a padecer este mal. También aquellas, que se vienen abajo más rápido ante las adversidades, vaya, que son menos resilientes o resistentes al estrés. La razón del problema viene dada por el cambio y la falta de adaptación a él, que supone concluir una etapa de relax y distensión de horarios para volver a la vorágine de la actividad laboral y lo que  ello conlleva.

Y por lo tanto, final del verano. Una época del año bastante diferenciada, en lo que a la rutina del niño se refiere. Y que así sea, lo otro sería bastante contraproducente para él.

De entrada me gustaría introducir algunos matices que conviene tener en cuenta: no es igual la edad que tenga nuestro hijo, como le haya ido durante el curso y la manera de programar el verano de los padres. Estos factores deben considerarse de manera entrelazada, para realizar una planificación acertada y que favorezca a todos. Pero ahora llega el momento de cambiar el chip y hacernos a la idea de que tenemos que cambiar nuestros horarios y nuestra actividad diaria. Tenemos que pasar de lo laxo y flexible a lo estricto. Yo particularmente, aconsejo que exista una transición de al menos dos o tres semanas. Al niño, por razones obvias, le cuesta más que al adulto esta empresa, por lo que padres y profesores deben hacer causa común para facilitar dicha transición.

Es decir, cuando tenemos que  ir al psicologo y cuando al psiquiatra. Esta ha sido una de las grandes interrogantes existentes en el mundo de los trastornos y problemas psicológicos; o bien, cuando conviene visitar ambas consultas, de manera combinada. En líneas generales, y más en lugares rurales como el nuestro, esta cuestión no la tenemos nada clara, debido a una galopante desinformación. El criterio para solicitar ayuda es sentirse mal y no encontrar o disponer de recursos personales para dar respuesta a dicho malestar. En teoría, la terapia combinada, es decir, en la que participen de manera coordinada psiquiatra y psicólogo, se reserva para trastornos consolidados, en los que los síntomas son severos y provocan interferencia en la vida de quien los padece.